UN HACHA SIN FILO
Con la calma de quien ha aprendido a entender el paso de las estaciones sin pelear con ellas. Un abuelo de barba larga y semblante tranquilo apilaba leña junto a la chimenea para pasar el invierno.
Su nieto, un joven agitado y de mirada nerviosa, llegó al taller de su abuelo después de una semana dura en la ciudad.
—No paro, abuelo. Trabajo, estudio, cuido a mis hermanos y a mi madre, hago mil cosas… pero siento que no avanzo. Estoy agotado.
El anciano dejó lo que estaba haciendo y lo miró en silencio. Sobre la mesa, un hacha vieja descansaba junto a una piedra de afilar.
—¿Sabes por qué la mayoría se cansa tanto? —preguntó—. Porque golpean sin parar, pero nunca se detienen a afilar el filo.
El nieto frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
—Que la fuerza sin dirección no sirve de nada —dijo el abuelo, tomando el hacha—. Puedes pasarte la vida cortando madera, pero si el filo está romo, solo harás ruido, terminarás agotado y muy probablemente con tus manos llenas de heridas.
El abuelo comenzó a pasar la piedra por el metal, despacio.
—Afilar el filo es detenerte a pensar, cuidar tu cuerpo, alimentar tu mente de buenos pensamientos y escuchar lo que de verdad te importa. Eso te da claridad. Sin eso, malgastas tu tiempo y energía.
El nieto asintió despacio.
—El filo no se afila una vez, muchacho —continuó el abuelo—. Se afila cada día, con pequeños actos. Con silencio, con dicha, con consciencia.
Hubo una pausa larga. El viento movía las hojas de los olivos fuera del taller.
—¿Te has preguntado últimamente para qué haces todo eso que haces? —dijo el abuelo en voz baja—. ¿Qué parte de ti estás alimentando cuando llenas tus días de cosas?
El nieto tragó saliva.
—No lo sé.
—Quizá ahí está el comienzo —respondió el abuelo—. En detenerse lo suficiente para escuchar tus propias preguntas. A veces no necesitamos respuestas inmediatas; solo el silencio necesario para que la respuesta aparezca sola.
El anciano dejó el hacha sobre la mesa. El filo brillaba.
—El tiempo, muchacho, no se mide por la cantidad de golpes, sino por la claridad con la que decides dónde dar el siguiente.
El nieto sonrió por primera vez.
—Entonces… ¿afilar el filo es aprender a vivir mejor?
El abuelo lo miró con ternura.
—No, hijo. Es aprender a vivir más consciente. Lo otro viene después.